¿Y si fallas… y todos lo ven?

La pregunta me llega con diversas formulaciones, por parte de personas preocupadas por la supuesta responsabilidad que uno asume, al salir del anonimato y hablar de Dios en público. En respuesta, un sencillo cuento…

Érase una vez un muchacho que se aburría en las gradas del estadio de fútbol, viendo jugar a los demás, en compañía de su padre. A su alrededor, todos parecían disfrutar enormemente del espectáculo… lo que provocaba que él se sintiera un bicho raro. Sus propios amigos se lo decían:
– Si todos nos divertimos tanto, viendo jugar a otros… ¿por qué tú no? ¿Qué pasa? ¿Acaso no te gusta el fútbol?
– ¡No, no es eso! ¡Al contrario! Me encanta…
– ¿Entonces? ¿Por qué tu apatía? Disfruta del espectáculo. ¡Mira! ¿Has visto a ése? ¡Lo que acaba de fallar! ¡Pero si estaba solo ante la portería!
– Es que yo… no quiero ver cómo juegan otros. A mí… lo que me gustaría… es jugar yo.
– ¿Tú? ¿Pero cómo vas a jugar tú? Ja, ja… ¡Qué tontería! ¡Tú! ¿Pero quién te has creído que eres? Menuda soberbia… Para jugar en el estadio, hay que ser muy bueno, buenísimo. Disfruta del espectáculo y olvídate de saltar al terreno de juego. Ahí abajo no durarías ni un minuto. Ni tocarías la pelota, chaval. Te comerían. Serías el hazmereír de la grada. El ritmo de juego es sólo apto para los más fuertes. Disfruta del banquillo y dedícate a mirar cómo juegan los demás. Practica el sano deporte de criticar a los que juegan y ya verás cómo no tienes lesiones jamás. Esto es mucho mejor, hombre. Aquí todos nos sentimos fuertes y sanos, aunque no lo seamos. No te metas en líos. Acuérdate de aquel que quiso jugar y tuvo que tirar un penalti ante la mirada de miles de espectadores. Lo falló… y todos lo vieron. Hasta hoy le recuerdan por aquel error, que no le han perdonado. Jugar al fútbol es muy duro. No merece la pena arriesgarse. Es más rentable ver los partidos desde la grada o en el salón de tu casa, donde no puedas sufrir lesiones y donde no te arriesgas a ser criticado.

Pasó un año y otro y otro… Docenas de partidos, como espectador. Y aquel muchacho no lograba disfrutarlos. Ni cuando ganaba su equipo, ni cuando perdía. ¡Él quería jugar! Y un buen día, por sorpresa, se cruzó con la mirada del entrenador, que le soltó de golpe:

– ¿No dices que te gustaría jugar? ¡Pues deja de mirar y sal! ¡Haz algo! ¡Ya!

Y sin darse cuenta… ¡estaba jugando! Le pasaron la pelota, avanzó con ella unos metros y la devolvió. Bien. De nuevo la tuvo en sus pies, regateó a un contrario y la pasó. Muy bien. Un toque más, una carrera para desmarcarse, la bola le pasó muy cerca… fuera de juego. Bien, bien, bien. Cuando bajó a defender, sintió que el corazón latía como nunca. ¡Estaba jugando! A punto estuvo de llorar de alegría, pero el balón rodaba de nuevo y no había opción para distracciones. Corrió, sudó, tropezó, se levantó… jugó, jugó, jugó. Sintió cada palmada de sus compañeros, en el hombro, como si fueran grandes abrazos. ¡Qué maravilla, jugar! ¡Era más bonito de lo que había imaginado!

Llegó al descanso feliz, aunque agotado. Se retiró unos minutos al vestuario, con sus compañeros y, al pasar junto a las gradas, pudo escuchar las voces de algunos espectadores. Dos o tres le aplaudieron, le animaron con algún comentario estimulante:

– ¡Ánimo, chico! ¡Lo estás haciendo muy bien! ¡Sigue!

Pero otros… otros fueron terribles:

– ¡Aprende a jugar al fútbol antes de salir al campo! ¿Por qué no le has pasado a fulano? ¡Has fallado dos ocasiones clarísimas! ¿Tú no me oyes cuando te grito? ¡Juegas tan mal como aquel…! No he pagado mi entrada para verte jugar a ti. Si yo fuera el entrenador, te sustituiría por…

En el vestuario, se agitó en su interior el coctail de emociones. Predominaba la alegría del juego, la satisfacción por haber corrido unos minutos en el terreno de juego. ¡Qué contraste con la eterna quietud de los descansos, cuando los vivía sentado en la grada, escuchando comentarios estériles a su alrededor! Ahora estaba rodeado de compañeros de juego, todos cansados y concentrados, deseando corregir errores para mejorar durante el resto del partido. Aquello era fútbol de verdad, no teoría futbolística. El entrenador se acercó:

– ¿Qué tal? ¿Bien?
– Bien, no. ¡Fenomenal!
– ¿Quieres seguir… o ya te vale? Ahora ya sabes de qué va esto. Ya tienes arañazos en las piernas, ya te has manchado la camiseta… Mañana tendrás agujetas, dolor en todo el cuerpo. Y no esperes contar con demasiado tiempo para descansar, porque después de este partido, viene otro. Y otro. Y otro. En cuanto pises de nuevo el terreno de juego, todas las miradas estarán puestas en ti… y te van a poner a parir. Y no creas que serán los seguidores del equipo contrario… No. Ésos, ni te miran. Las críticas más duras, las más despiadadas, las más afiladas, te llegarán de los seguidores de tu propio equipo, que no te van a pasar ni una. Mientras juegues bien, te respetarán. Si metes un gol, te aplaudirán durante unos segundos y se querrán hacer la foto contigo, aunque pronto empezarán a decir que te estás volviendo un vanidoso. Pero si cometes un error… si cometes un error… ¡ay, si cometes un error! Muchacho… te lo van a recordar durante años. Te lo van a restregar en la cara y a tus espaldas. Analizarán tu fallo en cámara lenta y lograrán que todos los minutos de juego restantes, pasen a un segundo plano. Te van a criticar los expertos analistas, los que nunca han pisado el terreno de juego, salvo en partidos amistosos en el patio de su casa. Te van a comparar con otros jugadores. Te van a recordar las reglas del juego, destacando cualquier trasgresión que hayas cometido de una nimiedad (si llevas manga corta o larga, botas o zapatillas) como si hubieras violado lo más esencial del juego. Y si cometieras una falta grave, o si metieras un gol en propia meta… no te van a perdonar nunca. Ufff… Te aseguro que puede resultar más duro el partido que se juega al cerrarse el estadio, que el que se juega sobre la hierba. Ahora que ya lo sabes… ¿quieres seguir jugando… o te quedas en el banquillo, recordando los minutos de gloria que ya has vivido?

Aquel muchacho regresó inmediatamente al césped, sin pensárselo. Porque sabía que, si se lo pensaba, tal vez no jugaría de nuevo. Si tenía en cuenta la opinión de los demás, se arriesgaba a regresar para siempre a la grada, desperdiciando su tiempo de nuevo… pensando, en lugar de jugando. Pisó con firmeza el terreno de juego y con ello activó inmediatamente el interruptor que abría las gargantas de los espectadores. Aplausos, abucheos, gritos, pitidos… Lo que ninguno de esos críticos anónimos podía sospechar, era que la única voz y la única mirada que a él le podía afectar era la mirada de su padre, oculto por ahí arriba, en algún asiento del estadio. Y esa mirada, no defraudaba nunca. Una mirada amorosa, comprensiva, estimulante. Una mirada de padre bueno, que observa con amor a su hijo, mientras juega. Una mirada que perdona inmediatamente cualquier error cometido, porque conoce la dificultad del juego y las consecuencias del cansancio, del ritmo acelerado del partido, así como la fuerza y habilidad del contrincante. Una mirada que logra disculpar hasta las faltas merecedoras de tarjeta roja. Una mirada silenciosa, oculta entre la masa vociferante de la grada. Una mirada que tan sólo susurra una frase, que logra penetrar en el corazón del muchacho, a pesar de la distancia, por encima de todos los gritos:

– Tranquilo. Eres mi hijo. Te estoy mirando todo el tiempo. Me gusta verte jugar. Juega.

4 comentarios en “¿Y si fallas… y todos lo ven?”

  1. Vaya es una historia genial, me encanta. Y no es una historia genial sin mas, parece la mía, o la tuya, o la de tanta gente que conozco. Ha sido un placer leerla.

  2. Dios les bendiga por tan bella tarea y la forma tan amena y clara como la hacen. Soy su fans No 1 … Una fans con mucha juventud acumulada,

  3. Muy buena historia, te hace reflexionar. Felicidades, seguir con este proyecto pasionante, hace mucha falta. GRACIAS.

  4. Pues sí me ha pasado. Aplicandolo al tema de evangelizar, lo duro es que los errores son pecados. Tu estás evangelizando la palabra de Dios y de repente tu mism,o, la incumples delante de todos. Eso es muy chocante. Da verguenza, te han visto todos como has pecado de vanidad en mi caso. Bueno no se qué hacer, ya está hecho el pecado, solo queda arrepentirse y tener más cuidado para la próxima vez. lo malo es que parece que ya no puedes seguir jugando. Pero creo que sí se puede.

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