«¿Autoreferenciales?»

(La pregunta que me llega con diferentes formulaciones, es: ¿lo mío tiene solución… o soy un caso perdido? Intento mejorar, pero no lo consigo. Estoy cansado. ¿Debo asumir mi condición de pecador y seguir como hasta ahora? Voy a tratar de responder, aludiendo a una expresión del Papa Francisco: «autoreferenciales»).

«Yo soy bueno, tú eres bueno, él es bueno…» «Miradnos si queréis aprender, ¡imitadnos!» «Mirad a esa santa… mirad a nuestro fundador… mirad al Papa…» Con el mejor deseo de promover una vida santa, los cristianos podemos cometer el error de predicarnos a nosotros mismos, olvidando que jamás ha habido un sólo santo que lo haya sido por sus conquistas personales. Ni uno. Nadie puede conquistar la santidad, si no le es concedida desde el Cielo. Lo que sí está en nuestra mano es rechazar los dones de Dios, que son gratis, para todos. Empezando por la propia vida, por la capacidad de respirar. ¿Pero comprarlos…? Ni uno. Jesucristo lo afirma contundentemente: «sin Mí, no podéis hacer nada.» ¿Mirar a los santos, imitarles? Sí, por supuesto. Para descubrir en ellos su incapacidad en solitario y la acción transformadora de Dios, en sus vidas. Para dar con la Medicina que tomaron, partiendo del enfermo que necesitaba curación. Para aspirar esperanzados a la misma transformación total de nuestra vida, que no sucede por la comprensión de unas ideas y la consiguiente ejecución de un plan, sino por permitir la acción de Otro en nosotros. Como lo permitió María: «hágase en mí según tu palabra.» Si el plan es ganar puntos con nuestro esfuerzo… pocos puntos sumaremos. Si el plan es permitir a Dios su acción en nosotros… la victoria está garantizada.

No sé si a ello se refiere el Papa Francisco, cuando invita a no ser «autoreferenciales.» Es un error comprensible, porque la aplicación de la receta de Jesucristo ofrece resultados positivos constatables, en nuestra propia vida y a nuestro alrededor. Y como Dios no va alardeando de poder ni firmando sus obras, podemos llegar a pensar que los santos son buenos por su inteligencia y esfuerzos y que nosotros, por esa misma vía, también seremos santos. Y de este modo… anulamos de modo sutil la eficacia y la gloria de Dios, reemplazándola por la eficacia y la gloria de nosotros mismos. Nos volvemos «autoreferenciales». «Yo soy santo, tú eres santo, él es santo.» Mentira, mentira, mentira. Lo recordamos en cada misa: «Porque sólo Tú eres Santo; sólo Tú, Señor.» Y nos lo recuerda también una canción: «No adoréis a nadie. A nadie más… que a Él.»

Con Cristo, mejoramos. Sí, mejoramos. Su medicina es eficaz, curativa, siempre. Nos santifica, al ritmo de Dios. Toda persona que se dé la opción de dejarse curar por Dios, va a experimentar esa sanación. Es una receta universal, no para gente selecta. Un cristianismo que no tuviera efectos curativos constatables sobre alguien… sería falso, una fachada externa, teórica, pero desligada de la verdad del corazón. El amor de Dios no es como una poesía, o un paisaje, o una música… no es un intangible tan precioso como ineficaz. No es un billete de Lotería que a unos toca y a otros no. Este billete tiene premio siempre, está garantizado por el poder de Dios. Tan cierto como que Cristo ama y busca a los pecadores, sin espantarse por nada que hagamos, es que Cristo vence al pecado, nos limpia, cura, renueva y resucita. No abraza al pecador para decirle «tranquilo, muchacho, no me importa que seas pecador, tú sigue pecando, porque lo tuyo no tiene solución. Ánimo, estoy contigo para apoyarte en tu condición de pecador, que no tiene remedio.» El poder de Jesús sobre el pecado es real e inmediato: «vete y no peques más», «y todos los que le tocaban, quedaban sanos», «y el muerto se incorporó». Ese poder… podemos experimentarlo en nuestra propia vida, si nos fiamos completamente de su fuerza, no de nuestra capacidad. Cuando sucede, cuando uno descubre la fuerza de Dios que vence sobre nuestros vicios, sobre hábitos adquiridos a pulso… vicios que parecían irremediables con nuestras fuerzas… entonces es cuando uno empieza a vivir con una libertad, que antes ni siquiera soñaba. Y surge la sorpresa y el agradecimiento, surge la humildad, surge la verdad: ¡veo, estoy limpio, puedo caminar…! ¡He sido curado! Y al mismo tiempo, surgen las dudas de quienes conocen nuestra debilidad e ignoran el poder de Dios: «¿Cómo se va a curar ése? ¡Imposible! Le conozco bien. Si yo no me he curado… ése tampoco. Volverá a caer.»

La pregunta inquietante nos asalta… si pasa el tiempo y seguimos atados, esclavizados al pecado. ¿Qué pensar, si parece que no avanzamos, si parece que Cristo está fracasando en nosotros, si no logramos despegar de una vez…? ¿Tendríamos motivos para dudar de la receta? ¿Podríamos sospechar que aún no hemos sido atendidos, que nos han dejado en la lista de espera, quizás por tiempo indefinido? ¿Será que nuestra oración no es escuchada, como la de otros? La tentación del desánimo brota con fuerza. La voz del gran orgulloso penetra: «mírate… no tienes solución… tu vida es una hipocresía… limpio por fuera y sucio por dentro… tienes motivos para la desesperación… no puedes evitar las caídas… asume que eres y serás pecador. Cristo no cura, Cristo no limpia, Cristo no salva. Sólo te acompaña y compadece, pero no tiene poder sobre el pecado que te domina. Pacta contigo mismo un grado de decencia aceptable, pero no aspires a la pureza, por ahora. Tu lepra te acompañará mientras vivas. Confórmate con la mediocridad. No pasa nada si pecas… es normal… todo el mundo peca… es inevitable. Dios te conoce y no le da importancia.» De esta forma elegante, llegamos a un pacto de no-agresión con el pecado… y vivimos tan tranquilos. Sigamos pecando… asumamos nuestra limitación.

¡¡¡NO ES VERDAD!!!

¡¡¡JESÚS SÍ CURA, HOY, A QUIEN LO PIDA CON HUMILDAD Y FE!!!

Si pongo en mayúsculas y con exclamaciones estas frases, es porque el poder de Dios es, sobre todo, ése: ¡realmente puede curarnos, hoy! ¡Son incontables los curados, nadie es un caso perdido! Pensar lo contrario es negar la universalidad del amor de Dios y desconocer su eficacia. Ese desánimo aparece cuando hemos puesto la esperanza de nuestra curación en nuestras propias fuerzas y deseos. Es un proceso engañoso, porque con nuestro empeño podríamos obtener algunos resultados positivos… que con el tiempo caducarían. En cambio, si delegamos en Dios nuestra propia curación, y no lo hacemos una sola vez, sino que abandonamos toda nuestra progresión en sus manos, Él obra el milagro y es fiel a su paciente. En cambio, si vivimos un cristianismo estóico, apto para héroes, para gente buena y lista, para inteligentes que han comprendido el camino y confían en sus propósitos… nos hundimos de nuevo, antes o después. O, en el mejor de los casos, nos convertimos en unos vanidosos, satisfechos con nuestros logros aparentes, que predican un cristianismo agotador y soberbio, que estudia a Dios pero lo excluye de las conquistas de la propia vida, porque atribuye los méritos a la educación y al esfuerzo humano. Un cristianismo que impide la acción transformadora de la gracia, a la que cierra el paso con la soberbia. «Yo voy a ser santo, yo voy a luchar, yo voy a vencer», es el lema de quien confía en sí mismo, arriesgándose a recibir aquella respuesta de Jesús a Pedro, cuando éste aseguró que daría su vida por Él: «En verdad te digo que hoy mismo, antes de que el gallo cante, me habrás negado tres veces.» Un modo de negar a Dios es atribuirnos a nosotros mismos nuestras virtudes. Recordemos de nuevo: «Sin Mí, no podéis hacer nada.» Y con Cristo… ¿qué podemos con Cristo? ¿Hasta dónde llega su poder? ¡Hasta donde alcance nuestra parálisis, nuestra ceguera, nuestra lepra, nuestra sordera, nuestra joroba… incluso hasta donde parece que el problema es irremediable, porque ya apestamos a cadáver! «Te basta mi gracia.» Sí, Cristo cura, de verdad, a quien confíe en Él. Ayer, hoy y siempre.

¿Somos pecadores? Sin duda. ¿Eso supone un obstáculo para que Jesucristo se acerque a nosotros? No, nunca. ¿Cristo se limita a abrazarnos… y dejarnos tal como nos encuentra? No, no y no. Huyamos de esa falsa humildad: «es que, como soy pecador… pues nada, sigo pecando, no tengo solución y ya lo he aceptado. Seguiré arrastrándome el resto de mi vida.» Permitamos que Dios ejerza de Dios con nosotros. Mostremos el pecado, manifestémosle nuestra incapacidad, el resultado lamentable de nuestros esfuerzos titánicos. Pidámosle humildemente que actúe, que nos cure. No le digamos: «yo voy a hacer tu voluntad, yo me voy a curar», sino «yo no soy digno, pero una palabra tuya bastará para sanarme», «hágase en mí según tu palabra», «ten compasión de mí y cúrame.» Sin esa humildad que consiste en reconocer los méritos de Cristo y poner las cosas en su sitio, no hay curación posible, sino estoicismo vanidoso y estéril. En el mejor de los casos, decencia externa, apariencia de salud. «Este pueblo me honra con los labios, pero su corazón está lejos de mí.»

Cuando veamos los resultados -¡los vamos a ver, Jesús no falla!- cuando constatemos en nuestra propia vida la eficacia de la receta, no seamos como aquellos que fueron curados pero se olvidaron de dar gracias. Reconozcamos, con humildad, que toda virtud procede de la acción de Su medicina en nosotros, enfermos crónicos. No nos prediquemos a nosotros mismos, no nos pongamos como modelo. Reconozcamos, como San Pablo, que «no soy yo quien vive, es Cristo quien vive en mí.» Compartamos la Medicina, hagamos de intermediarios entre otros enfermos y el Médico. Podemos decir «mírame, míra a ese santo, mira a mi fundador, mira al Papa…» siempre y cuando añadamos: «todos, sin excepción, apestaríamos a cadáver, sin la Medicina que tomamos a diario, y que también tú, seas quien seas, puedes tomar.» Toda gloria, para Dios. Nosotros, afortunados beneficiarios.

4 comentarios en “«¿Autoreferenciales?»”

  1. JUan Manuel, dices verdades como catedrales. Muchas gracias por tu testimonio. Sigue dejándote guiar como pincel en manos del Pintor y pintarás todavía cuadros más impresionantes. Te encomiendo en mis oraciones.

  2. Todo es gracia…y cuánto lo olvidamos. Si tuviéramos más claro que estamos en manos de Dios, que, efectivamente, sin Él no podemos hacer NADA (lo cual quiere decir que con Él, lo podemos TODO), tendríamos mucha más paz, no caeríamos en el diabólico desánimo…
    Muchísimas gracias por tu reflexión. Me ha hecho mucho bien.

  3. Recientemente he regresado de Medjugorje, donde he asistido a un impresionante «Master» de espirtualidad, con la Virgen María como excelente maestra. Donde he aprendido muchas cosas, pero una fundamental: el sincero y confiado abandono al infinito amor de Dios lo puede TODO. A la inversa, cuando intentamos atraer a Dios a «nuestro mundo» -entiéndase nuestros caprichos o voluntades- somos incapaces de conseguir nada. Y donde he podido experimentar los efectos de la oración con fe, con el corazón.

Los comentarios están cerrados.