¿Por qué sigue llorando?

Es una pregunta que me he hecho muchas veces, cuando he sabido que la Virgen María se ha manifestado a alguien, derramando lágrimas… ¡a pesar de estar ya en el Cielo! No me refiero a las imágenes artísticas que representan el dolor de María durante la Pasión de Jesús… Me refiero a las incontables veces en que María ha aparecido llorando, posteriormente… ¡hasta nuestros días! Lágrimas reales, derramadas por la Madre de Jesucristo, Nuestra Madre. ¿Cómo es posible que María continúe llorando, hoy?

Si alguien podía tener la impresión de que los habitantes del Cielo están lejos de la Tierra… o que en el Cielo ya no interesan o afectan los problemas terrenales… saber que la Virgen María continúa hoy llorando, pone de manifiesto todo lo contrario. En el Cielo aún se llora. María llora, Jesús llora, los santos lloran. Y sólo cabe una explicación: lloran porque nos miran y ven lo que hacemos y lo que dejamos de hacer. ¿Cómo no llorar?

La Redención que trajo Jesucristo al mundo, no estaba destinada a las personas con quienes convivió hace 2.000 años. De haberse limitado a aquellos, a nosotros solamente nos quedaría el recuerdo, sus enseñanzas teóricas, nuestro esfuerzo personal para ser virtuosos, pero no la salvación directa que Jesucristo regala a cada uno de los que hemos venido al mundo después. Si Jesucristo vino… habló… obró milagros… fue apresado… torturado… y ejecutado… Si después resucitó… y se fue de aquí para siempre… a nosotros sólo nos quedaría la nostalgia de los hechos pasados y la envidia a quienes tuvieron la fortuna de ser sanados “en directo” por aquel mesías de corta duración. También nos quedaría la esperanza de su segunda venida. Pero hasta entonces… seguiríamos a solas, con nuestra buena intención y con nuestros empeños titánicos, que en ningún caso logran resolver nuestros problemas profundos. ¿O hay algún ingenuo que piensa que con su voluntad bien intencionada y sus solas fuerzas puede suplir al mismísimo Mesías? Lo cierto es que sí… tales ingenuos existen aún en la Iglesia. Personas que creen que al Cielo se entra por méritos propios. Sin embargo, si Jesucristo no resucitó y se fue, sino que se quedó (“Yo estaré con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo”), y no se quedó de espectador, sino como Actor Protagonista Vivo (“Sin Mí, no podéis hacer nada”), entonces todo cambia (“te basta mi Gracia”). Si Él está conmigo, junto a mí, dentro de mí… entonces ya no me asusta mi debilidad, ya no temo el poder del pecado en mi alma. Mi esperanza ya no me remite a un tiempo pasado ni a un futuro lejanísimo e incierto, sino que mi esperanza es para hoy, aquí y ahora. ¡Hoy tengo a Jesucristo a mi servicio! Hoy, Jesucristo puede vencer sobre mi pecado, si le acepto sin condiciones y obedezco sus instrucciones precisas, como Médico que me conoce y me ama. Hoy, Jesucristo, va a ser eficaz en mí. Hoy tengo motivos para la alegría, aunque me retuerza por el sufrimiento. Todo ha cambiado. Ya no digo “creo en Él”, como quien acepta intelectualmente la existencia de un visitante esporádico que emigró a otro lugar… sino que digo “confío en Ti”, como se dicen los novios, los esposos, los padres, los hijos, los amigos… cara a cara. Y porque confío en Ti… y porque desconfío de mí… tengo esperanza de ser, desde hoy, alguien nuevo, alguien sano, alguien santo. Confiaré en que mi curación está en marcha, cuando sienta todo el dolor de mis heridas, el día en que mi cruz pese terriblemente. Lloraré… pero ahora ya con esperanza… como el enfermo llora mientras viaja en ambulancia en dirección al hospital. Mi curación ha comenzado. Voy a ser santificado. No por mis méritos, sino por los de Jesucristo.

María no llora por las cruces que llevamos, sino por las que no queremos llevar. Estamos dispuestos a gozar de las promesas del Cielo… pero no queremos renunciar a los regalos del Príncipe de este mundo, que conquista nuestra alma con obsequios de corta duración: éxito, prestigio, dinero, fama, diversión, comodidad… Queremos entrar en el Cielo, ¿pero sin cargar con la cruz de Jesús, sin renunciar al egoísmo, a la vanidad, a la ira, a la lujuria, a la pereza, a la envidia? Queremos ser sus discípulos… ¿pero sin que los demás sepan cuánto le amamos? Si fuera así… ¿cómo no va a llorar?

Consolar a María, depende de cada uno de nosotros. Basta con que le digamos, con toda sinceridad: “Madre, hoy acepto a tu Hijo. Acepto cada una de sus palabras, sin excepción. Acepto y alimento mi alma, con cada uno de sus Sacramentos, sin excepción. Acepto a cada uno de mis hermanos, sin excepción. Perdón. No quiero que llores más por mi culpa.”