¿No sois un pelín exagerados? El mundo está lleno de personas buenas que no necesitan a Dios. ¿Por qué insistir con tanto empeño en hablar de Dios?

Diana-infinitomasuno1-460x500¡¡¡Pregunta certera, directa al centro de la diana!!! Muchas gracias por darme esta oportunidad de intentar sacar lo que llevo dentro, aunque sé que no daré con las palabras adecuadas para expresar algo tan íntimo que me presiona interiormente con fuerza irrefrenable y que desearía ser capaz de compartir con todo el mundo. Con cada ser humano, sin excepción. Esto va a ser una erupción volcánica, no pretendo ser breve ni estar limitado por el estilo. Allá voy… escribo sin pensar… que sea lo que Dios quiera.

En el lenguaje común, se llama «bueno» al que no es malo. Al que no roba, no mata, no miente, paga los impuestos, acata las normas de circulación, es educado, sonríe, trabaja con seriedad, es puntual, cede el asiento a los ancianos y embarazadas, tira la basura en las papeleras, respeta a los demás, sostiene argumentos éticos y morales, mima a los animales, da limosna a personas necesitadas, es higiénico… Según esos parámetros de bondad, el mundo está lleno de personas buenas que, además, tienen aspecto agradable. Sí, es cierto, muchos buenos son también guapos y exitosos y, por si eso no fuera suficiente, algunos además son creyentes y practicantes de la fe: van a misa, rezan, se casan por la Iglesia, bendicen la mesa y aplauden al Papa. Una pasada. Con ese perfil, muchos de nosotros -yo hasta hace poco- podemos considerarnos «buenos». ¡Qué bien, pertenecer al inmenso club de los «buenos», claramente mejores que los «malos»! Y la pregunta surge de nuevo: ¿Para qué incomodar a un bueno hablándole de Dios? ¿Lo necesita? Todo hace sospechar que no lo necesita para nada, tanto si lo conoce como si lo ignora. Se puede ser «bueno» sin Dios.

Los malos, por su parte, son fácilmente identificables: porque mienten, roban, violan, matan, discuten, gritan, oprimen, propagan ideas inmorales, son maleducados, sucios, traicioneros, egoístas, vanidosos…. ¡y se les nota! Porque los malos suelen ser también feos. Su peinado, su mirada, su modo de caminar, sus gestos, sus carcajadas… todo es feo. Uf… ¡qué suerte no ser «malo», qué suerte ser de los «buenos» (y guapos)! «Ellos son malos, yo soy bueno»… puede concluir una «buena persona» que se compare con los malos, para tranquilizar su conciencia y caminar satisfecho por la vida, encontrando motivos para dar lecciones a los demás, a esos que sí necesitan a Dios o a cualquier otro argumento sólido que les zarandee, para reorientar su vida y dejar de amargar la existencia al resto.

Así puedes ir por la vida, de bueno, hasta que un día conoces a alguien que es santo… y todo cambia. Alguien cuya referencia y aspiración de bondad está en la bondad infinita de Dios, que excede completamente del nivel chato y superficial que separa el club de los buenos del club de los malos, alguien que deja a la altura del ridículo una nota de aprobado en bondad, porque aspira a matrícula de honor. Alguien que se propone amar sin condiciones, a todos, siempre. Como nos ama Dios, único de quien podemos decir con propiedad que es BUENO, LA BONDAD, EL BIEN. Por eso Dios ama a todos y se pone al servicio de todos, sin distinguir entre buenos y malos. Porque Él sí es bueno.

Te pones junto a un santo… luego miras tu propia vida… y entonces descubres que tú no eres «bueno», sino solamente «decente» y, con cierta frecuencia, «malo», realmente «malo», horrible. Alguien que guarda las formas, que saca sobresaliente en el examen teórico y en el escaparate público, pero aprueba por los pelos el práctico y el examen en la intimidad. Descubres que eres bueno con límites, con condiciones, hasta que la cosa se ponga fea. Si te llevan a ese límite… se acabó tu bondad, ya lo has experimentado. Conoces tu maldad, no es un concepto imaginado sino vivido. En el roce con un santo encuentras que tu apariencia de «bondad» puede engañar a los demás, pero no a ti mismo ni a Dios. Sientes vergüenza por haberte considerado bueno. Y sientes envidia y deseo de ser como esa otra persona, santa, que contagia bondad como un perfume se expande por el aire, como una caricia en la piel. Al principio su bondad te parece inalcanzable, como si no fuera contigo, como si dependiera de la genética. «Tuvo suerte… y salió santo.» Aplaudes a los santos, pero no haces nada por serlo, porque ya es suficiente con lo que haces y porque piensas que tú no puedes ser santo, que ya es tarde para que lo seas. Demasiada basura en tu curriculum vitae. Además, aspirar a la santidad te complica la vida, porque se está muy a gusto nadando entre dos aguas. Admiras a los santos, les aplaudes… pero sigues conformándote con ese nivel de autoexigencia que te sitúa en el club de los «buenos y decentes» que nunca pasarán de ahí. El club de los que no son fríos ni calientes, el club de los tibios, que provocan el vómito de Dios, «amigo de publicanos y pecadores», de cuya boca salieron palabras durísimas contra los que se consideraban «buenos» y daban lecciones a los demás.

La pregunta te persigue, en la presencia de un santo… «¿Y yo? ¿También yo podría ser tan bueno, también yo podría centrar toda mi vida en el amor, también yo podría ser santo y propagar santidad a mi alrededor?» Y no encuentras nada que te lo impida, salvo tu propia pereza y tu falta de realismo. Si has eliminado de la realidad de tu vida las posibilidades que Dios te ofrece con su amor concreto… Si crees en Dios pero no hablas con Dios ni escuchas a Dios… Si prescindes de lo que Dios te ofrece hoy y ahora a ti y solamente a ti… ¡no querrás ser santo, porque constatarás que no puedes serlo! Te conformarás con no ser malo, con pasar ante los demás por bueno, con sacar un cinco justito. En cambio, si aspiras a la bondad extrema, sin límites, si quieres apartar de ti todo lo que te afea por dentro… si deseas hacer el bien y contagiar esa inquietud a otras personas, hasta transformar el mundo en el paraíso que puede ser… en el paraíso que fue… ¡necesitas la ayuda de Dios y entonces, con esa ayuda, sí puedes! Es Dios quien quiere hacerte santo, quien tiene toda la capacidad de lograrlo, y tú eres quien lo evita, por no confiar en sus fuerzas sino en las tuyas. Quieres ser santo, aunque no sepas que así se llama eso que deseas ser. Sí, santo. Se llama SANTO. Ese día, ninguna otra meta te resulta suficientemente atractiva, todo lo demás te sabe a poco. Y entonces le pides a Dios la santidad para ti y para todos. Y te la dará, a la velocidad que estime apta para ti.

Esa aspiración hermosa de santidad te hará descubrir a un Dios que tiene sano el corazón aunque muestra síntomas de locura mental, por su amor infinito. Te lleva a Jesucristo, un Crucificado que ama a sus torturadores e intercede por ellos. Te remite a un Ser Todopoderoso que se reduce voluntariamente a la condición limitada de un feto, de un niño, de un joven, para así ganar nuestro amor, sin imponerlo. Te presenta a un Creador que se deja atar y encerrar por sus criaturas. ¡Cómo es posible tanto amor! Encontrarás a la Inteligencia Suprema que se deja humillar, que mantiene la boca cerrada ante los argumentos soberbios de una inteligencia limitada que, como mucho, aspira al Premio Nobel. Aprenderás de la Omnipotencia Creadora que se torna fragilidad extrema, bajo la forma de pan y vino, para así alimentarnos por dentro. Sin imponerse nunca, sin obligarnos, esperando que seamos nosotros quienes tomemos la iniciativa de amarle y amarnos. Un Dios que nos suplica como un mendigo, que sólo espera de nosotros un gesto de amor… que rechazamos orgullosamente, a pesar de haber recibido de Él nuestro ser, célula a célula. Un Dios Autor, Creador, Dueño y Señor del mundo y de cada una de las vidas… que no se venga de sus criaturas cuando le desterramos, apropiándonos de lo que no nos pertenece: nuestra propia vida. Un Dios misericordioso, lento a la ira, conquistador insaciable y donante permanente de sí mismo… al que ni siquiera miramos, o al que dedicamos pequeñas parcelas de nuestro tiempo, de nuestro afecto, de nuestra vida, calculando dónde empieza la exageración en el amor y exigiéndole que resuelva nuestros problemas para no enfadarnos con Él. Un Dios que permite que su criatura le robe su gloria, sin que por ello reniegue de haberle creado.

Si Dios es solamente un tema interesante de conversación… a mí no me interesa. Como no me interesan tantos temas que a otros les resultan apasionantes, sobre Ciencia, Historia, Astronomía, Arte, Cultura, Deportes… Un Dios «interesante», incluso «fascinante», a mí no me interesa ni me fascina. Me aburre, me sobra, paso de Él. Es una opción que rechazo, o que convierto en una afición momentánea, para cuando no surja un plan mejor. En cambio, un Dios que tiene opciones de colarse en mi vida, que puede transformar MI PROPIO CORAZÓN y renovar mi vida y la de cualquiera para bien, un Dios que he convertido en un simple adorno, un Dios que muchos han sacado de su vida por completo, con consecuencias nefastas, un Dios al que regresar como punto de partida para dar con la solución real a los problemas reales del mundo… un Dios así no sólo me interesa sino que se pone por delante de cualquier otro asunto «interesante» y de cualquier otra «opción».

No hay exageración posible en el amor a Dios, porque Él ya ha exagerado hasta el infinito en amarnos. Cuando encuentras todo esto… cuando descubres la realidad de quién es Dios y quién eres tú… y lo que ha pasado entre Él y tú por tu ignorancia o por tu indiferencia… ya no te conformas con ser «bueno», con ser «no malo». Ya no quieres ser decente. Deseas con todas tus fuerzas recuperar la cordura, la verdad de las cosas, el único sentido hermoso de tu existencia: devolverle a Dios todo lo que le has robado. Quieres poner a Dios en el centro de todas tus acciones, tus pensamientos, tus palabras. Quieres solucionar esa gran injusticia que supone enviar a Dios al exilio de tu vida personal y de la vida social. Quieres que esté presente en tu matrimonio, en tus hijos, en tus padres, en tus amigos, en tus hermanos, en tu trabajo, en tu descanso, en tu enfermedad, en tu salud, en tu diversión, en las fiestas populares, en las calles y plazas… en todo y en todos. ¡Te haces adicto al amor de Dios! Te preguntas una y otra vez… ¿cómo es posible que Él me quiera tanto y yo tan poco, que Él me dé tanto y yo tan poco? Quieres equilibrar la balanza con todas tus fuerzas, quieres amarle más y más y más y más… aunque nunca puedas igualar su entrega a ti. No quieres otra cosa sino devolver amor al Amor. Y Dios te reorienta hacia sus criaturas, hacia todas las personas que haya en tu vida. Renuncia a ser Él el centro de las miradas y te invita a amar a otros: «En esto reconocerán que sois mis discípulos, en que os amáis los unos a los otros como yo os amo.» La humildad de Dios te deja sin argumentos para defender tu soberbia.

Cuando descubres que Dios se ha hecho hombre y ha hablado y ha actuado… quieres conocerle, quieres aprender de Él… Cuando descubres que no se ha ido sino que se ha quedado, que está al alcance de cualquiera, deseas tenerlo, no te quieres separar de Él ni por un instante. Quieres que todo el mundo descubra el amor que hemos recibido cada persona, de Dios. Porque no nos ha creado ni amado en grupo, sino uno a uno. Dios deja de ser un concepto filosófico, metafórico o poético, para convertirse en un amante insaciable, en una persona, una voluntad activa, un Padre, un Hermano, un Amigo que merece todo el amor. Cuando descubres a ese Dios, al único Dios que justifica la entrega total de una vida y de mil vidas… quieres que todo el mundo se entere y que todo el mundo le ame. Quieres que todos se beneficien de ese torrente imparable de amor. Quieres contarlo, contagiarlo, gritarlo sin disimulo, con prisa, deseas que lo experimenten TODOS, sin excepción, empezando por aquellos a los que más amas. Porque sabes que les estás dando la única receta que funciona con absoluta eficacia en el corazón humano. Porque lo has visto en otros y tú mismo has experimentado que es verdad, que no es un cuento, que ESTA RECETA FUNCIONA, con eficacia renovadora incomparablemente superior a cualquier otra receta. Si amas a los demás, les quieres dar a Dios. Y si amas a Dios, le quieres dar tu vida, toda tu vida. Porque descubres que le perteneces, aunque no te obligue a ello, aunque tengamos la libertad de excluirle de nuestra vida. Y de recuperarle una y otra vez, sin ser rechazados jamás, por muy malos que seamos. Somos nosotros los que podemos rechazar a Dios, los que podemos renunciar a Él eternamente. El pensamiento de esa opción real que tenemos en nuestras manos, pone los pelos de punta a cualquiera. Él no nos rechaza nunca. Esa injusticia divina ha de despertar nuestro amor. Vivir sin Dios es renunciar libremente al único alimento que nos permite crecer, a la única receta que nos cura, al único destino que merece la pena ser alcanzado: el amor ilimitado, la belleza, la verdad, el bien, la paz… ETERNAS.

Podemos exagerar en la búsqueda de salud, de dinero, de éxito profesional, de prestigio, de sensaciones, de cosas, de premios, de placeres, de seguridad. Podemos exagerar en la búsqueda de unos tesoros que caducan. Pero no hay ninguna posibilidad de exagerar en el amor a Dios y en el amor a los demás. No nos quedemos cortos, si ya hemos encontrado la fuente de amor infinito, si ya hemos dado con el Maestro. No compartirlo es un gran acto de egoísmo. Un pecado de omisión, que supone desentendernos del bien de aquellos a quienes supuestamente amamos. Si amas a esa persona, si de verdad le amas, preséntale a Dios y ábrele la puerta a beneficiarse de un Dios esclavo que se pone a su servicio para renovar completamente su corazón, hasta devolverle la libertad que perdió con el pecado, con la tristeza o con la rutina. No hay otro revulsivo mejor, que puedas regalar gratuitamente y que sea más potente para recuperar la alegría.

Me parece que podría seguir escribiendo sobre esto durante horas, pero lo dejo aquí. Me parece que me he repetido y que he superado la supuesta longitud aceptable de un post de blog. ¿Y qué? No aspiraba al premio literario, esto ha sido una erupción volcánica. Me preocupa poco si me he alargado, ahora quiero vivirlo con toda la exageración posible, sabiendo que me quedaré corto. No importa la nota en el examen teórico. Aquí sólo importa el práctico. ¿Cuánto amo, hoy?

6 comentarios en “¿No sois un pelín exagerados? El mundo está lleno de personas buenas que no necesitan a Dios. ¿Por qué insistir con tanto empeño en hablar de Dios?”

  1. Me encantó! Me has hecho revivir mi amor al Señor y darme cuenta de que hasta en la enfermedad, Él debe ser el centro.

  2. Me ha emocionado. Pienso que Dios esta en usted y Su Espiritu habla a traves suya. Muchas gracias.

  3. Natali Zorrilla Barrutia

    Cada vez me convenzo más de que Dios quiere para cada uno de nosotros la Santidad, y también de que si lo amamos tanto como Él nos ama, lo mínimo que podemos hacer es compartirlo con los demás a pesar de las dificultades. Gracias

  4. Heladio Gabriel Méndez Prince

    Comparto y celebro su ardor por dar a conocer al Señor en toda su plenitud. La respuesta que presenta es sustento al cuestionamiento que todos los bautizados nos deberíamos hacer, si bien durante el Bautismo y la Confirmación renunciamos a satanás; es decir, a ser malos y optar por la santidad. Enhorabuena!

  5. Es curioso como cuando encuentras el Amor de Dios lo quieres dar a conocer a todo el mundo, con prisa , con nervios, no entiendes el por qué la gente no comprende, yo lo comparo con esas imágenes que hay escondidas que se ven en tres D, pero que ves después de un esfuerzo, de mano no puedes, tienes que mover el ibro hacia atás o hacia delante y dejar la vista un poco turbia, en ese momento para tu asombro se forma una imagen que parecía no estar ,preciosa, y no comprendes que el otro no la vea.

  6. Es que cuando uno empieza a hablar de este Amor cuesta poner freno!!! jajaj Muchísimas Gracias!!!!

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