¿Sirve para algo casarse en la Iglesia?

Pues sí, sirve para algo. Y muy importante. Una boda celebrada en la Iglesia tiene consecuencias que van más allá del lugar físico de la celebración, del atuendo de los novios, de la presencia de un sacerdote o de si además del sacramento del matrimonio también se celebra ese día una misa. Tiene una consecuencia más, y no me refiero tampoco al curso prematrimonial, ni a la música escogida para acompañar la ceremonia, ni a las flores, ni a nada visible en el video o en el álbum de fotos. Me refiero al pegamento extra fuerte que une a la pareja, capaz de soportar cualquier tensión que pueda surgir entre ellos a partir de ese momento. Un pegamento que puede con todo. CON TODO. La palabra no admite excepción. Si las personas casadas, en el Año de la Fe, queremos una reflexión que tenga consecuencias prácticas en nuestra vida matrimonial, examinemos cuánta fe tenemos en el Sacramento del Matrimonio, que hemos recibido en el alma.

Ese pegamento es real, aunque invisible. Su fuerza es sobrenatural, es decir, superior a cualquier fuerza que amenace con separar esa unión, que ya no es unión meramente humana, sino divina. Puede vencer sobre las discusiones, las aparentes incompatibilidades, las infidelidades, los problemas económicos, las enfermedades físicas y mentales, la distancia, el tiempo… ¡vence, incluso, sobre la muerte! Ese pegamento sólo tiene un disolvente enemigo, que tiene más fuerza que Dios: la dureza del corazón humano. Si una persona opta por desconfiar de la fuerza del pegamento, tiene capacidad para separar externamente lo que Dios ha unido de forma inseparable, por dentro.

Las heridas provocadas por tal separación son terribles, porque aunque la apariencia externa sea de separación inocua, las almas de dos personas unidas por Dios están unidas para siempre. No hay poder humano que las desvincule. No hay distancia que aparte a una de la otra. Esa ruptura externa es superficial y, cuando se produce, estropea algo valioso: la relación de amor, no de conveniencia ni de convivencia, entre dos personas. La ruptura matrimonial siempre pasa factura. Se paga a plazos, por tiempo indefinido, sin que nunca quede saldada la deuda. Primero pagan los cónyuges y los hijos, si los hay. Luego, los amigos, los nietos… Nunca es gratis. En cambio, la fidelidad a un amor bendecido por Dios, siempre da beneficios, aunque se atraviese durante algún tiempo por circunstancias que supongan un sacrificio enorme, de apariencia insuperable… de falsa apariencia insuperable. La receta de soltar el peso de una cruz pesada, porque pesa mucho… no es buena receta, aunque sea comprensible el deseo de librarse de esa cruz, de cualquier cruz en la vida.

La lógica del mundo es sencilla: si te cuesta demasiado, déjalo. La lógica de Dios, enamorado del ser humano, a quien conoce mejor que el mismo ser humano, es otra: «toma tu cruz y sígueme.» Las cruces que Dios pone en el camino de nuestra vida son tesoros para facilitarnos y acelerar el camino hacia nuestra perfección. No hemos nacido para alcanzar el éxito, la comodidad, la serenidad ni la felicidad que plantea una vida exenta de cruces. Nuestra perfección es interior, no exterior. Y es compatible con el sufrimiento. Mejor dicho: es incompatible con el rechazo al sufrimiento. Ningún amor es real si no se está dispuesto a sufrir hasta la muerte, por conquistarlo. Todo lo externo, es frágil, caduco. Apostar por la consecución de una vida matrimonial sin dificultades, huyendo de todo lo que suponga asumir un sacrificio grande… es apostar por un fracaso garantizado, no sólo del matrimonio, sino de la vida personal en conjunto. Jesucristo, que nos conoce mejor que nosotros mismos, nos advierte: «el que carga con su Cruz y me sigue, es digno de Mí.» Un cristianismo sin Cruz… no se ha inventado ni se inventará. Un matrimonio sin Cruz… no se ha dado en la historia de la humanidad. Una vida humana sin sacrificio, no merece la pena ser vivida, no conduce a nada salvo al egoísmo, a la evasión de la realidad, que viene siempre acompañada de cruces. El sacrificio da sentido al amor. Si la verdad de un amor se midiera por la satisfacción hallada en esa relación, dejarían de existir las relaciones de amor estables entre amigos, hermanos, matrimonios, padres e hijos, compañeros o vecinos, porque toda relación sincera de amor pasa por el error, por la debilidad, por el fracaso y por el perdón. ¿Un amor sin cruz? No se ha inventado algo así, salvo en las películas, canciones, series y anuncios basados en la ficción.

Llamamos cruces a todo aquello que nos frena, que nos detiene, que nos aplasta. Y es cierto. El peso de la cruz puede resultar insoportable y, por eso, es natural el deseo de soltarla y huir en dirección opuesta. ¡y entonces puede comprobarse la fuerza del pegamento extrafuerte, sobrenatural, que implica la boda en la Iglesia, la fuerza insuperable de un matrimonio en el que Dios participa! Dios puede unir lo que las personas somos incapaces de mantener unido. La fuerza del Sacramento es ésa, no otra. Seguramente la presencia de Dios en un matrimonio es detectable en mil aspectos pequeños y cotidianos, pero me atrevo a decir que esa fuerza está latente y casi inactiva, esperando al momento de la cruz para mostrar toda su potencia. ¡Ahora es cuando podemos ver la fuerza de Dios, cuando parece que el barco se hunde, cuando las olas nos cubren, cuando nada hace sospechar que la victoria sea posible! Es el momento de gritar desde lo hondo: ¡Señor, despierta, que nos hundimos! ¡Despierta, que no podemos con estas olas! ¡Sálvanos! Y Jesús, a quien tal vez hemos dejado dormir hasta ese momento, reaccionará inmediatamente y logrará que venzamos en la tormenta… sin que soltemos la cruz que ha surgido para nuestro crecimiento. Pasará esa tormenta, la veremos alejarse.

Matrimonios, matrimonios unidos por Dios… contemos con la fuerza del Sacramento. Aquello no fue sólo una ceremonia bonita, en una iglesia, con un sacerdote de testigo. Aquello fue una bendición eterna de Dios, que puso en acción también al Demonio, dispuesto a destrozar nuestra unión bendita. Cristo, experto en unir. El Demonio, experto en separar. Plantemos batalla, tenemos la fuerza de los hijos de Dios, podemos vencer, podemos evitar esa ruptura, solamente si acudimos al poder de Dios. No le pidamos que nos quite la cruz de nuestros hombros. Pidámosle la humildad necesaria para llevarla siempre, confiando en que, tras la muerte, vendrá la resurrección. Este partido, lo vamos a ganar. Este matrimonio no se hunde. La barca de Cristo sale a flote, por muy terribles que sean las olas. ¡Ven, Señor Jesús! ¡Este matrimonio es tuyo! ¡Sálvanos!

6 comentarios en “¿Sirve para algo casarse en la Iglesia?”

  1. ¡ Gracias Juan Manuel ! gracias por ser testigo , gracias por dejarte abrazar por el Señor y asi mostrarnos su rostro. En este mundo tan convulsionado encontrarnos con testimonios de fe como el tuyo es un regalo del Señor, porque al menos a mí me ayudan también a caminar. Desde Chile te saluda. Marcela. Un abrazo en Jesús

  2. Xenia Mendoza de Melhado

    Para mí, es lo vivido durante 40 años. La cruz que fue mi matrimonio, me ayudó a encontrarme y a enamorarme de Cristo, y Él, salvó mi unión matrimonial: Mi un si a él, la Conversión total de mi esposo, quien fue llevado al cielo tras una terrible enfermedad que gracias a la Misericordia Divina duró solo 6 meses. Gloria al Señor, que hace maravilas.

  3. Raquel de Familia que Reza

    Completamente de acuerdo. No hay matrimonio sin cruz, como tampoco hay vida sin cruz. La clave está en pedirle fuerzas a Dios para que sepamos abrazar nuestra cruz, cada uno la suya. Pensar lo contrario es garantia de fracaso seguro.
    Un abrazo, Raquel

Los comentarios están cerrados.