Un paseo por la fe de América

Desde hace tres años deseo escribir sobre lo que descubro y aprendo cada vez que viajo a América. No sé si soy capaz de expresarlo, porque son impresiones íntimas, pero lo voy a intentar.

Voy al grano: ¡cuánto bien me ha hecho conocer, en directo, el modo de vivir la fe de los americanos! ¡Cuántas lecciones recibidas, sin que sospecharan que estaban siendo mis maestros! Me atrevo a generalizar, aludiendo a todo un continente, aunque sé que cada persona vive su fe de un modo distinto, imposible de medir. También asumo que no sólo en los países americanos se vive esa experiencia enriquecedora… es obvio que no. Sucede en España, Chequia, Hungría, Portugal… pero lo cierto es que en América lo he vivido de modo abrumador. Y sospecho que cualquiera que dé un paseo por allí lo va a encontrar, sin necesidad de investigar demasiado.

¿Qué tienen ellos, que nosotros hayamos perdido, si no del todo, al menos en grandes dosis? ¿Por qué su vida de fe atrae más, entusiasma más… si en teoría es la misma que la nuestra? ¿Qué encuentra un europeo al viajar allí, que echa en falta al regresar a Europa? En mi caso, no se trata de un solo aspecto, son muchos…

Ternura. No limitada a unas formas externas de cortesía, que también en Europa empiezan a escasear (¡sí, nos hemos embrutecido, aunque cueste reconocerlo!) sino que es una ternura real, sincera, que hace que te sientas acogido y querido desde el primer instante. Ternura en sus palabras, en el tono de voz, en las sonrisas, los abrazos, los besos, a través de tantos gestos de amor cotidianos… Esa ternura omnipresente es un imán. Has de ser muy duro para rechazarla.

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Comunidad de fe, familia verdadera. Llegas a una iglesia y vas a misa. Te sientas en un banco y piensas que tu relación con quienes te rodean se limitará a darles la mano cuando llegue “el momento de la paz”. Y resulta que no: en algunas parroquias dedican un canto de bienvenida a quienes rezan allí por primera vez, luego te preguntan si vas a estar mucho tiempo, si necesitas algo, te esperan a la salida, te dan su teléfono y te invitan a comer a su casa, ese mismo día. Sientes “al tiro” (expresión chilena) que te conocen y les conoces desde siempre, que formas parte de esa familia, que estás en casa, rodeado de hermanos, quienes de verdad se interesan por ti y se ponen a tu servicio.

Generosidad. Mucha. Personas ricas, generosas. Y personas pobres, que también lo son. No depende del nivel de ingresos, sino de la riqueza del corazón. Su generosidad es una caricia que nos golpea, a quienes calculamos cuánto compartir, para asegurarnos de dar de lo que nos sobra. En América he visto a tantos que dan de lo que necesitan… He llegado a recibir la ayuda económica de un mendigo, que me regaló 20 pesos (1 euro), mientras me decía, bendiciéndome: “tome, para que siga haciendo películas.” Otra mujer pobre me regaló su rosario y supe que era algo muy valioso para ella. Una familia… y otra, y otra y otra y otra… me acogieron en su casa, abriéndome de par en par todo su espacio de intimidad familiar, sin rincones no aptos para visitantes. Un número incontable de personas me han regalado su tiempo, su preciosísimo tiempo, como si les sobrara. Para relatar cada gesto de generosidad que he recibido en América, necesitaría una vida entera. Es algo que me ha desconcertado, no estaba preparado para ser tan querido. He pretendido compensarlo, pagarlo… y he comprendido que no puedo. “Quien quisiera comprar el amor con todas sus riquezas, se haría despreciable”, leí en el Cantar de los Cantares, y comprendí que el amor es un camino de doble sentido: cuánto amas gratuitamente y cuánto aceptas el amor que recibes gratuitamente.

Alegría. En la música, en las flores, en la arquitectura… Alegría contagiosa, tantas veces en medio de penurias. Una alegría que no depende de si van bien las cosas, sino de la confianza grande que tienen en el amor de Dios, que no se mide por cuánta salud tienes o dejas de tener. Enfermos alegres, pobres alegres, heridos del corazón alegres…

Vitalidad. Las parroquias son epicentros de acción, de una vida pletórica, que te atrapa. Casi sin querer, te ves implicado en una catequesis, un comedor de indigentes, unos ejercicios espirituales, conciertos benéficos, peregrinaciones, en el cuidado de unos ancianos, en la urgente solución del problema de alguien, en la escucha de una mujer que ha abortado… La parroquia es mucho más que el lugar donde se va a misa el domingo, donde se casa la gente y donde se celebran primeras comuniones o funerales. Es un lugar de encuentro real con Dios, con los sacerdotes y con todos los hermanos, un lugar en el que cualquier persona, con fe o sin fe, va a sentirse inmediatamente bienvenida, querida. Un lugar de paz, cargado de actividad.

El pueblo está vivo. Sí, la Jerarquía tiene su peso, su responsabilidad, sus obligaciones. Pero también los fieles, todo fiel, ¡cualquier bautizado! puede y debe tener motor propio en la evangelización. Sin esa iniciativa individual, jamás se habría expandido la fe por el mundo. En América saltan a la vista las incontables iniciativas que los laicos desarrollan, sin esperar a que la autoridad eclesiástica les impulse, ni les otorgue el Nihil Obstat para ponerse en marcha. La vida va por delante, el Espíritu Santo actúa entre las personas, sin esperar al certificado de turno.

Piedad. Dios, en todas partes, a todas horas, no sólo en el templo, ni sólo en las fiestas religiosas. Dios en la familia, en el trabajo, en la calle, en la diversión, en la cultura. Dios, en el centro del corazón, no solamente en los cuadros o esculturas. Ves a la gente rezar, sin tener que espiarles. Dios en la superficie de la vida cotidiana, porque habita en el fondo del corazón y sale a flote, de modo natural. Piedad auténtica, sencilla, que tuvimos de niños y que, al crecer, tal vez perdimos, por cobardía. Piedad de obreros, empresarios, futbolistas, taxistas, médicos, abogados, profesores, ingenieros, camareros… que no esconden su oración. “¡Que Dios te bendiga!”, “¡primero Dios!”, “¡gracias a Dios!”, “¡bendito sea Dios!” y tantas expresiones coloquiales que se dicen, dando pleno sentido a las palabras. El Miércoles de Ceniza, en Bogotá, me reuní con el Presidente de una cadena de cines y su grupo de programadores. La secretaria interrumpió para avisar de que el sacerdote había llegado a la empresa, para poner la ceniza a quien quisiera. En la calle, durante todo el día, casi todas las frentes de los colombianos llevaban la cruz marcada, sin que nadie la borrase hasta el día siguiente. Yo… recibí la ceniza a las 7 de la mañana… y a las 8 ya me la había borrado. Qué vergüenza… Perdón.

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Fe… verdadera fe. ¡Sí, fe! Tal vez esta palabra resume y explica todo lo anterior. La fe que he visto en América… es fe, en el sentido literal de la palabra. No es convicción intelectual (eso no es la fe), no es aceptación de algo que se ha comprendido (no es eso la fe), no es pertenencia a una institución (no es eso la fe). Es confianza plena en alguien. La fe cristiana es fe en el poder de Dios, en el amor de Dios, en la inteligencia de Dios, en la acción de Dios, en la presencia de Dios. Tal vez porque viven la fe en el sentido literal de la palabra, en América están abiertos al milagro… ¡y tal vez por eso hay tantos milagros! En teoría, a una persona creyente no deberían sorprenderles los milagros. Lo sorprendente sería que Dios no actuara hoy, que sus milagros fueran recuerdos del pasado. ¡En América hay tantísimos milagros, hoy! ¡Milagros eucarísticos, curaciones físicas, apariciones de la Virgen, expulsión de endemoniados, conversiones espirituales! ¿Por qué nos cuesta tanto, en Europa, creer en los milagros, aceptar la acción poderosa de Dios, hoy, al servicio de los hombres? ¿Por qué? Nos sentimos cómodos con la aceptación teórica de los milagros relatados en la Biblia y con la aceptación de milagros incluidos entre los Dogmas o en la vida de los santos ya canonizados… ¡pero en la práctica, no aceptamos que Dios siga interviniendo en las vidas de las personas, hoy! ¿No será que, por nuestra falta de fe, no vemos los milagros? “Tu fe te ha salvado”, dice Jesús. “Que se haga conforme a tu fe”, dice Jesús. “¿Crees que esto es posible?”, pregunta Jesús. Insisto en que no es exclusivo de América… pero he conocido un número incomparablemente mayor de milagros en América que en Europa… y nada hace sospechar que el poder de Dios esté limitado por barreras geográficas. Diría que en todas partes actúa Dios, formando equipo con las personas. Pero en unas partes se demanda su ayuda, con más confianza que en otras. Y en algunas partes se acepta su acción milagrosa, más que en otras. En América he conocido a muchas personas que conviven con el milagro, sin sorprenderse de que Dios, la Virgen María, los santos… estén vivos, presentes y activos, hoy. Pero en Europa… qué fríos somos en Europa, qué cerebrales somos en Europa, qué poca fe… sólo creemos cuando hemos investigado y sacado nuestras propias conclusiones, es decir, cuando la aceptación de la verdad de fe ya no requiere de fe alguna por nuestra parte. ¿Podría diagnosticarse hoy, en Europa, lo mismo que sucedió en Nazaret, hace 2.000 años, y que leemos en el Evangelio?: “… y no pudo hacer allí muchos milagros, por su falta de fe.”

¡Gracias, hermanos americanos, por la evangelización que recibe este europeo frío, racional, escéptico! Necesito contagiarme de vuestra ternura, familiaridad, alegría, generosidad, acción, piedad y fe. Por favor, cruzad ahora vosotros el charco, en barco, avión, por Internet o como sea. Os necesitamos por estas tierras.